En la sala de juntas del hotel más lujoso de la ciudad, Lupita Jones nos dice a mamá y a mí que de ahora en adelante también seremos famosos. Celebridades. Blanco de la prensa amarillista e insidiosa.
—Mucho cuidado con las declaraciones que hagan sobre ella —dice, la espalda erguida, llena de músculos; músculos que envidio luego de matarme por más de una década en diversos gimnasios, sin ningún resultado.
Mamá asiente confiada, se sabe una dama incapaz de declarar algo en perjuicio de su hija. Sin embargo, como si despertara de un hermoso sueño, repara en mi presencia. Se muerde el labio inferior. Intenta decir algo, pero prefiere callar.
—¿Alguna duda? —pregunta Lupita Jones.
Bicho ladea la cabeza, me mira con ternura. Tiene una sonrisa indeleble en los labios.
Me siento un intruso en la sala. En un principio me resistí a entrar, pero Bicho insistió en que debía estar presente en la firma del contrato que la acreditaba oficialmente como Miss México.
—¿Estás segura que puede entrar tu hermano? —dijo mamá.
—Faltaba más —dijo Bicho, tirando de mi brazo para meterme a la sala—. Es como mi papá.
Sus palabras fueron un gancho al hígado, se me doblaron las piernas. Mi único consejo, desde siempre, ha sido que desista de ser una Reina de Belleza, convencerla de que la belleza es efímera y que lo único seguro, lo que en verdad prevalece, es la inteligencia. Que los concursos de belleza no son muy distintos de las ferias
ganaderas donde exponen y califican a las reses.
Valiente hermano. Menudo guía espiritual.
No en balde, días antes del concurso, mamá no dudó en declarar en una entrevista exclusiva al periódico (de cierto prestigio del que me corrieron) que yo no apoyaba a mi hermana. Incluso mamá prefirió salir retratada con Bucky, el perro de la casa, que conmigo.
—Te quiero mucho —me dice Bicho, y firma el contrato.
Al verla recuerdo años no muy lejanos. Bicho parada todos los fines de semana ante
coches último modelo o cualquier producto recién salido al mercado, sonriente; los pies llenos de callos, ampollas, hinchados, amoratados, sangrantes.
Bicho parada de lunes a viernes en conferencias, ferias ganaderas, expos, convenciones, centros comerciales, con la misma ancha sonrisa, estoica, soportando miradas lujuriosas y proposiciones, tanto de viejos rabo verde como de jovencitos metrosexuales calenturientos.
Bicho quemándose las pestañas delante de libros de biología, venciendo el sueño luego de extenuantes horas de trabajo; un maniquí humano tras los aparadores de tiendas modernas, decidida a ser el mejor promedio del salón de clase.
Bicho sudando sangre en el gimnasio, comiendo vegetales, visitando al endocrinólogo, enloqueciendo por sobredosis de Redotex, volviéndose adicta al Slim Fast y a otros licuados mágicos reductivos, sometiéndose a todo tipo de terapias de tortura: terapia de vendas frías, terapia de vendas egipcias, mesoterapia, vacumterapia.
Bicho capoteando con elegancia de torero al dueño de una agencia de modelos, cierto proxeneta que se atrevió a sugerirle que acompañara a cenar a hombres de dinero en hoteles lujosos de la ciudad.
Bicho sonriendo e hipnotizando al director de la universidad, semestre tras semestre, para que la mantuvieran becada en esa escuela impagable donde obtenía las notas más altas.
Bicho aferrada, constante e infatigable, a sus clases de teatro.
Bicho yendo de pasarela en pasarela sin cobrar un quinto.
Bicho perfeccionando su inglés en la madrugada.
Bicho durmiendo sobre las tapas de los libros de mis autores favoritos, rendida, exhausta.
Bicho sollozando, tiritando de miedo, grabando a fuego en mi alma tres palabras que nunca olvidaré: no quiero morirme.
Bicho ingresando a un quirófano para sacarse grasa. Grasa incómoda, horrenda, asquerosa, acumulada año tras año por comer deliciosas golosinas que robaba furtivamente de la alacena, frituras crujientes que llenaban la culposa felicidad de sus días de niña.
Bicho con los ojos hinchados, enrojecidos, hablando noches enteras y sin obtener ninguna respuesta de ese señor que le decía “mi princesita”, y que un día cayó fulminado por un derrame cerebral.
Bicho y el ensayo que nunca pude escribirle.
Y que tal vez nunca pueda escribir.