La abogada de un estudio jurídico de Puerto Madero se queda después de hora para trabajar en una demanda. Mientras más se adentra en el expediente, más enrarecido se vuelve el clima de esa noche claustrofóbica e interminable.
La abogada de un estudio jurídico de Puerto Madero se queda después de hora para trabajar en una demanda. Mientras más se adentra en el expediente, más enrarecido se vuelve el clima de esa noche claustrofóbica e interminable.
Tipo siete de la tarde cae a mi escritorio Martín, uno de mis jefes, blandiendo una carpeta rosa. Todavía no lo sé, pero esa carpeta me va a tener trabajando sin dormir hasta la mañana siguiente. Se acerca con cara de loco y la corbata desanudada, como quien tuvo un día larguísimo que va a finalizar justo en ese momento. Apoya delante mío la carpeta con la demanda que llegó hace cinco minutos y que vence mañana dos primeras.
Dos primeras significa las dos primeras horas del horario de Tribunales: de 7.30 a 9.30. También se lo llama plazo de gracia. Más allá de cualquier tipo de nombre florido que se le ponga quiere decir, en resumidas cuentas, que voy a ser yo la que se encargue de que la contestación de la demanda esté presentada mañana antes de las 9.30.
Mentalmente Martín ya se fue del estudio. Saca la llave magnética del bolsillo del saco mientras apoya la demanda en mi box.
—Gigi, esto vence mañana dos primeras, confío en vos —se agarra una galletita Sonrisas de mi escritorio, me saluda y se va. El monitor marca 19.30, pero yo sé que es más temprano. Cuando entré al estudio adelanté el reloj de la compu quince minutos para no atrasarme nunca.
Ejercemos nuestro oficio de abogados desde un estudio jurídico enorme en Puerto Madero. Los socios accionistas del estudio tienen apellidos ilustres y jamás pisan la oficina. Defendemos Aseguradoras de Riesgos del Trabajo, las encargadas de brindar cobertura a los trabajadores que se accidentan o tienen enfermedades causadas por sus labores.
Aunque nos digan doctores trabajamos como esclavos: a veces de madrugada o muy temprano en la mañana, en provincia y en capital. También trabajamos incluso si tenemos el velatorio de un familiar cercano y aunque no funcione ni un solo ascensor de Perón 990. Perón 990 es el edificio en el que se alojan algunos de los Juzgados laborales de Buenos Aires y es famoso por la cantidad de veces en que se cayeron los ascensores. Con los abogados adentro, por supuesto.
El estudio está en el quinto piso de un edificio en el que nunca se ve el sol. Es una especie de casino con las ventanas selladas. El oxígeno entra exclusivamente por los conductos de aire acondicionado. Hay máquinas de café, golosinas gratis y hasta duchas. El título de abogado es la excusa perfecta para ser un esclavo de este prestigioso estudio, esclavo modelo deluxe.
Abro el cajón del escritorio y saco una crema Just de lavanda. Me la paso por las manos y las huelo, inhalo fuerte y aguanto unos segundos el aire. Silvia, la secretaria que me la vendió, me juró que el olor de la lavanda generaba una sensación de tranquilidad instantánea. No me hace nada. Exhalo y abro la carpeta del día a las 19.00: «Roca, Néstor y otros contra Navy S.A. y otro sobre accidente de trabajo in itinere». Los accidentes in itinere son aquellos que el trabajador sufre en el trayecto entre su domicilio y su lugar de trabajo, siempre y cuando el mencionado trayecto no hubiere sido interrumpido o alterado por causas ajenas a la rutina laboral.
La carpeta es enorme para ser sólo una demanda y contiene los antecedentes de tres trabajadores: Néstor Roca, Ángela Jiménez y Alfredo Cáceres. La historia clínica de Néstor Roca es enorme. A partir de la fecha del accidente, recibió atención médica en cinco sanatorios más el Hospital del Mercedes, donde fue derivado al momento del siniestro. Al parecer tiene el corazón bastante delicado para tener 46 años, no fumar y tener apenas un poco de sobrepeso. En su historia clínica figura también el tendal de psicólogos y psiquiatras que lo atendieron a partir del hecho.
Es tarde. En cualquier otro caso pondría el piloto automático y sacaría mi speech prearmado sobre lo difícil que resulta probar que el estrés es directamente una causa laboral, que es más bien concausal teniendo en cuenta que no vivimos en Suiza justamente, por lo que cualquier persona que pise este humilde territorio está expuesta a quedarse seca del odio y la tristeza y que ello, querido trabajador, no es indemnizable. Pero el caso de Néstor Roca supera ampliamente cualquier jurisprudencia.
Los otros dos trabajadores recibieron atención médica por vómitos, diarrea y un supuesto ataque de pánico. Pero pudieron continuar con su vida y, lo más importante, con sus labores, por lo que no perdieron el sustento económico que tanto nos importa a los abogados laborales.
La demanda tiene un post it rosa con la letra desprolija de Martín que dice: LEER CON CUIDADO en mayúsculas, como si esa indicación me ayudara en algo. La hago un bollo y la tiro al tacho. Seguro que a esa hora Martín está jugando al Tenis con Gonzalo, otro de los socios del estudio, en el Lawn Tennis Club. Cuidado va a tener que tener él mañana con mi cara de orto. Ojeo la demanda sin ganas, primero por arriba. Si lograra activar el piloto automático simplemente agregaría los nombres de los trabajadores en mi contestación, reemplazaría los demandados y listo, pero en lugar de eso me detengo en el relato de los hechos.
Cierro la carpeta un segundo para hacerme un mate. Tenemos un dispenser de agua caliente de Taragüí enorme, de esos que están en las estaciones de servicio, pero lo que me llama la atención no es eso, sino que Francisco está en el estudio a esta hora. Estamos casi solos. Queda Marcela, la recepcionista, pero está enfrascada en la revista de Avon, la estudia como si estuviera desactivando una bomba. Me acomodo el pelo y me acerco con mi termo a buscar agua. El levante de oficina es decadente, pero no tengo tiempo para histeriquear en otro lado.
Francisco es un rugbier al que le dicen Panchi, es rubio y físicamente perfecto. A veces se le mueve como una bolita en la mandíbula cuando habla y eso es hipnótico para mí. No sé qué dice, yo sólo estoy ahí para que mueva los labios, apriete apenas los dientes y se ría fuerte con esa risa y la bolita de la mandíbula suba y baje, suba y baje, mientras yo lo miro apoyada en la pared, haciéndome la sexy.
—¡Qué termo enorme! —le digo, al oído mientras le apoyo un dedo en la espalda. Lleva puesta una camisa celeste arremangada y tiene los brazos bronceados porque acaba de volver de Tailandia.
—Sí, por suerte a esta hora siempre está lleno, porque durante el día no llega a cargar el agua para tanta gente.
Panchi carece de doble sentido, no lo hace de malo, nació en San Isidro. A veces quisiera secuestrarlo y que pasemos una semana en una pieza sucia de Constitución los dos solos, como forajidos. Tengo que volver al box, Néstor Roca y sus amigos me esperan en el escritorio y mi novio en San Telmo, para cenar en casa.
Miro el monitor. Son las 20:10 y escucho atrás mío un llantito débil pero sostenido. Pili está escondida atrás de una montaña de carpetas. Llorar en los estudios jurídicos es totalmente normal, el nivel de presión es tan alto que las lágrimas son una cuestión cotidiana.
Pili tiene 22 años y es su primer trabajo. No tiene box y comparte una computadora con otros cuatro procuradores. Los procuradores son los chicos que estudian derecho y aún no son abogados, son el último orejón del tarro y a los que se les suele echar la culpa de lo que hace mal todo el resto del estudio.
—¿Qué hacés acá, Pili? —le digo mientras le acaricio el pelo castaño porque tiene la cabeza escondida entre los escritos.
—Es que me dejaron todo esto y yo no sé… no sé… por dónde empezar. Mañana no llego y tengo parcial y no me dieron el día y son las ocho…
Mientras sigue llorando le separo tres escritos que realmente son urgentes, se los abrocho y le digo:
—Mañana dejás estos tres y te vas a tu casa. ¿Trajiste esta campera sola?
—Sí —me dice mientras se seca las lágrimas sin entender bien.
—Ok, vamos a hacer lo siguiente: dejala colgada en tu silla, nadie se va a dar cuenta de que no estás. Acá nadie se da cuenta de nada. Andá tranquila, chau.
La subo al ascensor, vuelvo a mi box, marco el teléfono de seguridad y le digo que me voy a ir tarde, que no me apague las luces del quinto piso.
El teléfono fijo del escritorio me sobresalta. La llamada me entra directamente porque no hay secretarias a esta hora.
—Gorda, soy yo. No atendés el celular, ¿qué hacés ahí todavía? Es re tarde, ¿qué vamos a cenar?
Son las 20:30 y Esteban, mi novio, quiere saber si yo, que ni sé a qué hora voy a volver a casa, tengo pensado de qué nos vamos a alimentar ambos.
—Baby, ni idea, tengo que terminar una contestación para mañana, vos igual sabés abrirte una lata de atún, ¿no?
—Me pido una pizza entonces —dice y corta.
Con el tema de la comida resuelto, ya no le importa mi regreso. Gajes de la convivencia.
Mientras, yo busco la tarjeta magnética y me acerco a la máquina expendedora de alimentos chatarra. Saco un paquete de Lays y una Coca común. Paso por el escritorio de Panchi y le dejo un cartel hecho con resaltador rosa que dice «quiero arrancarte tu inocencia sanisidrense con los dientes». No pretendo que lo entienda.
—Mamita, me voy. ¿Estás segura que te vas a quedar sola acá? ¿No podes terminar mañana? —me dice Marcela, la recepcionista, cortando el clima de película de terror en el que me había sumergido.
Levanté apenas la vista de los papeles, aproveché para tomar un sorbo de Coca Cola caliente y le dije:
—Marce, me tengo que quedar, mañana hay que presentar la contestación de esta demanda sí o sí.
—Ah, bueno mi amor, avísame mañana si vas a querer algo de Avon, ¿sabes? La chica del noveno pasa a la tarde y ya se lleva la revista con los pedidos.
—Anotame con un labial, cualquiera que me elijas vos va a estar bien —le digo dispuesta a volver a lo mío.
La realidad es que odio Avon, solo le compro a la chica del noveno porque me da culpa no comprarle, como hace la mayoría. Salvo Marcela, ella compra Avon con convencimiento.
El silencio de la oficina a las 21:30 es abrumador, pero no más abrumador que el silencio de diez personas arrodilladas a punto de ser, supuestamente, fusiladas.
Cierro la carpeta con la cara desencajada. Busco desesperada algo que salve a la aseguradora de brindar cobertura en este siniestro. Hurgo entre los papeles y encuentro que Navy S.A. había declarado el Day off a fin de tener cobertura de la ART en caso de que ocurriera un accidente de trabajo o accidente in itinere.
Creo que está todo perdido, hasta que encuentro la hoja con el trayecto exacto que se suponía que tenía que cubrir la van, y durante el cual se brindaría cobertura: Capital Federal desde el Obelisco por ruta ida y vuelta hasta la Estancia la Querencia. No estaba contemplado ningún desvío de camino. La decisión de realizar el simulacro de fusilamiento en el medio del campo les iba a costar carísima.
Entre las historias clínicas de los trabajadores, detalle de trayecto, fotos tomadas después del simulacro en el lugar de los hechos, encuentro el celular de Rolando Hollman, uno de los socios gerentes de la empresa. Son las 23:00 y sigo estaqueada en mi butaca con rueditas con la que me deslizo por los pasillos alfombrados hasta la máquina de golosinas, y de ahí a la de Nescafé. No queda nadie en la oficina. Vuelvo al escritorio cual paralítica en silla de ruedas, me prendo un pucho rezando que no salte la alarma de incendios y marco el número de Rolando Hollman desde el teléfono de la oficina. No me importa la hora, necesito saber cómo se le ocurrió esto.
—Hola señor Hollman, buenas noches, perdone la hora, soy la doctora Monti, abogada de la ART del caso Roca, Néstor. Supongo que sabe de quién le estoy hablando, el de la estrategia fallida de su equipo de recursos humanos— le digo mientras dibujo garabatos en la carpeta con una birome.
—Doctora —dice Hollman. Tiene la voz aspirada, como si antes de atenderme se hubiera fumado seis atados de Parisienne—. Perdóneme, doctora, no sé cómo pasó esto que pasó, reconozco el error, no la vimos venir, creímos incluso que los trabajadores se iban a divertir. Fue un error. Discúlpeme.
—-Pero señor Hollman, yo no tengo nada que disculparle, debería pedirle disculpas al trabajador que casi muere de un infarto, y a todo el resto también. Este llamado es sólo para informarle que la ART planteará la falta de cobertura en su caso…
Hollman no me dejó terminar de hablar. Creo que ya a esta altura estaba tan hundido que no le importaban las estrategias judiciales, sólo se quería ir a dormir.
—Mi hija Mariana es la gerente de recursos humanos de la empresa. Hizo un master en Estados Unidos para capacitarse y trajo esta idea importada de allá. Nos pareció bárbaro porque a veces los trabajadores no saben lidiar con situaciones de estrés y…
Ahora lo interrumpo yo.
—Perdóneme señor Hollman, pero sus empleados, si no entendí mal, son administrativos o vendedores. Salvo que vendan perfumes para un cartel narco en México, no creo que necesiten pasar por un simulacro de fusilamiento.
—Usted es una maleducada —dice Hollman y estoy segura de que del otro lado se prende un Parisienne.
—Y usted un sádico desquiciado. Usted y su hija.
Corto el teléfono y me siento a redactar la contestación de demanda más larga de mi vida. Termino de imprimirla y firmarla a las 6:00, cuando ya se está haciendo de día. Salgo a Tribunales con la ropa del día anterior, sucia y sin dormir. Soy la primera en llegar al Juzgado a las 7:30.
—Doctora, qué temprano, inauguró el cargo —–me dice Nicolás, el chico de la mesa de entradas.
Mientras me sella el escrito, busco el número de Martín en mi WhatsApp y escribo una sola palabra: RENUNCIO.
Bajo lento desde el piso sexto por la escalera. Siento el peso de los acontecimientos como si yo misma hubiera participado de ese día de campo siniestro. Pongo el celular en modo avión, pero en seguida me acuerdo de que me faltó el último mensaje. Le escribo a Marcela, la recepcionista: «Marce, buen día, please, prendé la compu de Pili». Vuelvo a modo avión sin esperar su respuesta. Quiero llegar, bañarme y olvidarme, por fin, del Day off.