Para calibrar su importancia como científico seré categórico: una buena parte de los aspectos teóricos más importantes que conocemos sobre el origen del Universo y sus más misteriosos y monstruosos habitantes, los agujeros negros, ha sido obra suya. Si bien toda su carrera ha estado marcada por las limitaciones que conlleva su enfermedad, el progreso de esta última fue particularmente acuciante en los primeros años. El joven Stephen tenía grandes aspiraciones al llegar a Cambridge y muy pronto se encontró con la posibilidad cierta de no acabar vivo el doctorado. El pronóstico habitual para los pacientes que sufren de esclerosis lateral amiotrófica es de dos o tres años de vida. A punto de tirar la toalla, hundido ante semejante fatalidad, encontró tres pilares en los que apoyarse. El amor de su primera esposa Jane Wilde, el incentivo intelectual que representó para él conocer al físico matemático Roger Penrose y, no menos importante, un aspecto de su personalidad que reaparecerá en este encuentro: su impetuosa, obstinada y a veces presuntuosa rebeldía. La de alguien que ve a la ciencia «no solo como una disciplina racional, sino también romántica y pasional». Su carácter indómito lo llevó a enfrentarse a Fred Hoyle, la autoridad académica de ese momento, y a su Teoría del Estado Estacionario (un Universo en permanente expansión que, sin embargo, no se diluye por la creación continua de materia), que se veía como una promisoria alternativa a la entonces denostada Teoría del Big Bang (cuyo nombre, paradójicamente, fue acuñado por el propio Hoyle).
Pese a sus crecientes dificultades para escribir o caminar, Stephen Hawking publicó una serie de trabajos cuyo punto cúlmine fue uno que firmó junto a Penrose en enero de 1970. En ese artículo, realizado casi íntegramente por teléfono, demostraron matemáticamente que eventos en los que el espacio y el tiempo nacen o mueren, como el Big Bang y los agujeros negros, no solo son probables en la Teoría de la Relatividad General, sino que son sencillamente inevitables. Se vieron las caras una sola vez durante el proceso de escritura de lo que hoy se conoce como el teorema de la singularidad. Poco tiempo antes, Arno Penzias y Robert Wilson habían descubierto accidentalmente que el Universo emitía, desde todas las direcciones, una radiación térmica que indicaba que, teniendo en cuenta que la expansión produce enfriamiento, en el pasado tendría que haber sido más pequeño y más caliente. Si viajáramos hacia atrás en el tiempo todo lo que nuestra imaginación nos permitiera, llegaría un momento en que todo el Universo cabría en el interior de una cáscara de nuez y su temperatura sería elevadísima. El Big Bang, como fruto de este teorema y estas observaciones, adquirió el estatus de teoría científica desde entonces.
El trabajo realizado con Penrose sería suficiente para ganarse un lugar en la historia de la Física. Pero las contribuciones más características de Stephen Hawking tienen que ver con los agujeros negros, criaturas fantásticas del bestiario universal que encierran una historia fascinante desde su descubrimiento matemático a manos de Karl Schwarzschild, quien apuró los cálculos en las trincheras del frente ruso, poco después de que Einstein publicara la Teoría de la Relatividad General. Schwarzschild ni siquiera llegaría a ver que, durante un cuarto de siglo, sus resultados serían recibidos como una curiosidad matemática que no podía ser cierta. Una rareza patológica, el pénfigo paraneoplásico acabó con su vida apenas unos meses más tarde. En 1939 Robert Oppenheimer y Hartland Snyder demostraron que una estrella suficientemente pesada podía implosionar debido a la atracción gravitatoria, colapsando hasta llegar al estado descrito por Schwarzschild. Poco después, Oppenheimer sería el principal responsable del proyecto que alumbró las bombas atómicas que Estados Unidos arrojó en Hiroshima y Nagasaki. Muchos otros físicos aportaron pistas de gran relevancia. Sin embargo, el cambio de estatus de estos seres mitológicos a entes posiblemente reales, cuya fuerza de gravedad es tan intensa que ni siquiera la luz puede escapar, debe mucho a John Archibald Wheeler, quien los bautizó con el nombre de agujeros negros en 1967. Por aquellos años, el flamante doctor Hawking comenzaba a domesticarlos, armado de papel y lápiz, al tiempo que su esposa Jane se ocupaba de Robert, el primogénito recién nacido.
Ya confinado en una silla de ruedas, Stephen Hawking vio nacer a su hija Lucy, quien trajo algo más que un pan debajo del brazo. Pocas semanas después de su inspiradora llegada al mundo, Hawking descubrió que los agujeros negros debían tener entropía, un concepto estadístico asociado a sistemas compuestos. No obstante, a diferencia de todos los sistemas naturales conocidos, la entropía del agujero negro parecía residir en su frontera y no en el agujero negro en sí. De este modo, toda la información de un agujero negro se encontraría en la superficie, como si se tratara de una lata de conservas que no se puede abrir y a cuyos detalles podemos acceder solo leyendo la etiqueta. Los agujeros negros, según Stephen Hawking, son hologramas en sí mismos.
Pero cómo era posible que, por así decirlo, los restos de toda la materia engullida por este monstruo voraz quedara codificada en la superficie imaginaria que la rodea. Este resultado, encontrado paralelamente por Jacob Bekenstein, un estudiante de doctorado de Wheeler, llevaba de inmediato a la conclusión de que los agujeros negros debían tener también temperatura y, por lo tanto, como todo sistema caliente, emitir radiación. Así, los agujeros no serían negros. Las aportaciones teóricas de Hawking dieron entidad física a estas misteriosas criaturas que, al emitir radiación, eventualmente se evaporarían llevándose consigo todo lo deglutido. Esto lleva a un sinfín de paradojas y problemas conceptuales que han tenido y aún tienen a mal traer a los más grandes físicos. Y que, todo indica, encierran la llave que abriría las puertas para una comprensión más amplia y profunda de las leyes de la Naturaleza.