Estar triste no estaba del todo mal. Una generación entera llevó el desencanto y la angustia como una bandera militante durante el poco tiempo que duró la onda expansiva de la explosión grunge. Todo lo relacionado con mujeres y diversión (temáticas muy propias del rock de los ochenta) dejó de vender, y la atención se trasladó hacia Seattle, que a fines de esa década era más conocida por ser la capital mundial de los asesinos seriales que por sus bandas. En una ciudad aburrida —en la que todos coincidían en decir que «no pasaba nada»— nombres como Charles Manson (solía vacacionar ahí junto a su familia) y Gary Ridgway (el mayor asesino en serie de la historia de los Estados Unidos, con cuarenta y ocho mujeres como víctimas) lograron darle algo de triste celebridad.
Y nadie expresó tan bien como Nirvana la frustración y la desesperanza de una generación. Kurt Cobain y Krist Novoselic se habían conocido en Aberdeen, un pueblito del mismo estado de Washington, donde no había mucho para hacer. En un lugar donde las lluvias son casi permanentes, juntarse en algún sótano a tocar canciones parecía ser un buen plan. Y todo resultó mejor aún cuando la banda firmó con un sello independiente (Sub-Pop) y grabó Bleach, su disco debut, por la suma de seiscientos seis dólares.
Nirvana era punk, pero un punk atravesado por la genialidad pop de un Cobain, admirador de John Lennon.
—No quiero doblar voces —se emperraba Cobain—. No suenan naturales.
—Eso hacía John —le decía Butch Vig, el productor de Nevermind.
Y Kurt terminaba aceptando.
El desencanto de la Generación X estaba en contra del modelo de sociedad consumista que se había popularizado en la década anterior, y contra eso luchaban los jóvenes. Kurt sintió que de pronto estaba inmerso en ese sistema, y sufrió la culpa de haber grabado un disco demasiado perfecto para ser punk, y de haber vendido millones de copias en el mundo, a caballito de «Smells like teen spirit», una canción simple, anárquica y perfecta a la vez. Tan perfecta como todo el disco: Nevermind no tenía fisuras, puntos débiles ni canciones de más. Las había rabiosas, melódicas, sombrías y catárticas. Nirvana creó un disco tan intenso y vertiginoso como lo fue su breve existencia. Pero la culpa de Kurt por sus millones y por haberse convertido en el portavoz de una generación pesó más. ¿Acaso alguien está preparado para la fama repentina con solo veinticuatro años? Tres años después de aquel estallido inicial, en medio de unos insoportables dolores de estómago, que los médicos nunca pudieron diagnosticar, y una adicción a la heroína en la que cada vez estaba más sumergido, Cobain decidió no extinguirse de a poco, arder de golpe y, según la versión oficial, se pegó un tiro con su escopeta en su casa de Seattle.
Si mis cálculos no fallan, debo haber conocido a Nirvana poco antes que dejara de existir. Mi amigo Gonzalo, que era un poco mayor que yo y tenía el oído atento, me había prestado Nevermind. La tapa con el bebé sumergido en la pileta era genial, y ya por eso merecía ser escuchado. Recuerdo el riff inicial, y haberme sentido cautivado por los alaridos ardientes de Cobain, que parecía romper su garganta en cada canción. Intenté hacer que mi guitarra criolla sonara tan encantadoramente mal como la de «Polly», y practiqué la intro de «Come as you are» hasta que me salió, o al menos eso imaginé. Vi esos videos en los que Cobain rompía sus guitarras y se zambullía sobre la batería de Grohl, y años después supe que Pete Townshend, de The Who, lo había hecho primero. Quise entender las letras, saber de qué hablaba el portavoz de la Generación X, el propulsor de la movida de Seattle, pero no entendí, sino hasta bastante tiempo después, que Cobain la mayoría de las veces disfrutaba jugando con el doble sentido, la ironía y el humor absurdo, y que las letras no le parecían lo más importante de la canción. «Primero está la música, después todo lo demás», explicaba.
A partir de aquel estruendo, Seattle comenzó a ser todo menos una ciudad. Era una marca, un estilo, un sonido, una moda y cualquier cosa que sirviera para vender revistas y ocupar horas de programación. De buenas a primeras, la ciudad que hasta ese momento solo había parido a Jimi Hendrix tenía un montón de músicos y montones de buitres que buscaban nuevas bandas para madurar de un golpe. Y aunque allí todo sucedía a puro vértigo, acá todo tardaría un poco más en llegar. Soundgarden, Alice in Chains y Stone Temple Pilots aparecieron en aquel tiempo (y todas se separaron y volvieron a reunir hace pocos años). Pero otra vez mi amigo Gonzalo sería mi influencia con Ten, de Pearl Jam.